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El coste de la utopía digital

¿Y si el coste que conlleva el ceñirse a la agenda del «no hay alternativa» del tecnocapitalismo es notablemente más alto de lo que habíamos previsto?

¿Cuál es el verdadero coste de la utopía digital, el arma más poderosa de seducción masiva en el arsenal en expansión del tecnocapitalismo? Las respuestas habituales –la pérdida de privacidad, el aumento de las fake news, los riesgos de la guerra informática– no son, desde luego, erróneas. Pero, al quedarse en la superficie, inevitablemente omiten los cambios y las transformaciones más profundas que no son inmediatas y cuyos efectos no pueden vincularse de manera directa y explícita a las maquinaciones de Mark Zuckerberg o Elon Musk.

La mentira que nutre el mito utópico subyacente al tecnocapitalismo es que solo hay una manera de hacer «big data», «inteligencia artificial» o «informática en la nube», y que ya la han descubierto y perfeccionado en Silicon Valley. Los beneficios son demasiado numerosos y evidentes para ser debatidos incluso de forma explícita; a menudo basta con la mera evocación de una regularidad como la ley de Moore. Las cifras aumentan y esto significa «progreso». En cuanto a los costes, pueden contabilizarse con sumo detalle y, si tenemos suerte, mitigarse.

Sin embargo, ¿y si el coste que conlleva el ceñirse a la agenda del «no hay alternativa» del tecnocapitalismo es notablemente más alto de lo que habíamos previsto? ¿Y si en última instancia no puede conocerse? ¿Y si el progreso que implica la ley de Moore –que enlaza la velocidad, el tamaño y el coste de los microprocesadores– es, en definitiva, tan unidimensional como el tecnocapitalismo que le ha dado origen, y existen otros parámetros y métricas –relacionados sobre todo con la biodiversidad pero no limitados a ella– que, una vez contabilizados, complicarían sensiblemente nuestra fe en la idea de que a mayor «tecnocapitalismo», mayor «progreso»?

Uno de los secretos de la enorme resiliencia y longevidad del sistema capitalista ha sido su capacidad de repudiar el coste de sus operaciones, trasladándolo a los demás o estableciéndolo de tal manera que paguen las generaciones futuras. Algunos de los primeros críticos (como William Kapp, uno de los padres de la economía medioambiental) hablaron del «desplazamiento de costes» y hallaron en él una de las principales fuerzas motrices del capitalismo. Cuando se diseña el verdadero coste de su funcionamiento, que sufrirán otras personas o podrá sentirse en un momento muy posterior, no es de extrañar que el capitalismo parezca un sistema benevolente.

Su última iteración, el tecnocapitalismo, ha perfeccionado estos métodos hasta el punto de que muchos de nosotros pensamos que este nuevo sistema socioeconómico está realmente tan libre de fricciones como abogan sus defensores. Su legitimidad descansa en la capacidad de las grandes plataformas de convertir la información de los usuarios en subvenciones implícitas que cubren los costes no triviales de que utilicemos sus servicios. Parece realmente que el sistema funciona por arte de magia: no se sabe cómo, uno puede utilizar los servicios de Facebook y de Google sin tan siquiera pagar por ellos. Silicon Valley nos asegura que no se produce un desplazamiento de costes porque no hay costes.

Con este modo de encuadrar el debate ideológico, con razón algo como la ley de Moore parece más que verosímil: nos han entrenado para creer que de las tecnologías digitales solo cabe esperar beneficios, ¡y «progreso!». Con razón nuestra capacidad para pensar alternativas a este sistema está muy limitada; cuando se da por hecho que los costes no existen, ¿para qué molestarse? Esto lo que está verdaderamente en juego al hacer del todo visible el verdadero coste del tecnocapitalismo: es un prerrequisito para una tecnopolítica que podría redigirir las tecnologías digitales hacia usos más emancipadores.

La gran ironía de las últimas décadas ha sido que, al hacer nuestra propia vida cada vez más transparente y visible, el tecnocapitalismo ha hecho todo lo posible por confundirnos acerca de su propio funcionamiento. Hay una fuerte asimetría epistémica: mientras que de todos nosotros, como individuos, se espera que nos hagamos objetivamente «conocibles», el tecnocapitalismo solo quiere ser conocido en sus propios términos, volviendo inescrutable gran parte de sus métodos, procesos e infraestructuras reales. En su mayoría, además, permanecen invisibles.

¿Cómo podemos recuperar la capacidad de verlos y, con suerte, de analizar sus efectos? La respuesta convencional es que para ello debemos refinar nuestras teorías. Al fin y al cabo, el tecnocapitalismo no deja de ser capitalismo, y es nuestra incapacidad para estudiar detenidamente la economía política de los datos y sus infraestructuras asociadas lo que ha causado la impotencia de nuestro aparato analítico. Hay mucha verdad en un diagnóstico como este. Después de varias décadas todavía no sabemos siquiera cómo hablar sobre «datos»; ¿son el producto del trabajo de cada uno o son simplemente un remanente de la actividad social? Mientras este tipo de preguntas queden sin respuesta, es probable que no obtengamos la suficiente claridad conceptual (y mucho menos visual) de las incursiones en la economía política.

Esto nos deja con formas de narrativa que, al dejar de lado el análisis formalista de la economía política, podrían, no obstante, revelar algunas fallas profundas en el relato convencional del progreso que asociamos con el tecnocapitalismo. La correlación no implica causalidad, por supuesto, pero en nuestro actual entorno intelectual, donde los propios términos del debate se han visto minados por nuestra incapacidad para pensar más allá del tecnocapitalismo, la correlación bien podría ser suficiente; pensar en términos de causalidad es una especie de lujo intelectual que requiere el tipo de madurez analítica que, por desgracia, no hemos alcanzado.

Todo lo que cabe esperar en este momento es comprender las limitaciones de nuestras propias categorías y conceptos actuales para dar sentido al nuevo entorno (y para construir una política que nos permita trascender la tecnopolítica y todas sus limitaciones). Pero para conocer y resolver nuestras propias limitaciones, las correlaciones no son solo más que suficientes, sino que son también el instrumento perfecto para sacarnos de la pasividad intelectual al yuxtaponer procesos y actividades que normalmente nunca percibiríamos juntos.

El audaz intento de Joana Moll en la instalación «Especies inanimadas» de situar el auge de los microprocesadores frente a la disminución del número y de la diversidad de los insectos es un paso maravilloso y muy necesario en esta dirección. Solo revelando la insuficiencia de nuestras ideas de progreso tecnológico, con su ceguera artificial y su falta de atención a los criterios que no poseen ningún valor para el tecnocapitalismo, seremos capaces de recuperar nuestro rumbo intelectual y político y, es de esperar, evitar que el proyecto del tecnocapitalismo destruya toda la vida en la Tierra (aunque pudiera hacerlo de la manera más inteligente posible).

La ironía de la ley de Moore, que muchos en Silicon Valley abrazan como un artículo de fe, consiste en que ilustra algo muy diferente a lo que sus partidarios creen. No hay mejor prueba de la realidad de la competición capitalista –donde las empresas competidoras invierten constantemente dinero para superar a sus homólogas– que la historia del microchip: lo que muchos tecnólogos consideran simplemente una característica «natural» de una tecnología dada (por ejemplo, el microchip cada vez más pequeño) en realidad no son más que los efectos de la competición capitalista. Pero ¿qué impulsa la demanda de todos estos incrementos en la velocidad que las empresas competidoras se apresuran en proporcionar? ¿Es racional esta constante insistencia en la velocidad?

En la medida en que ofrecen su apoyo a proyectos sociales y políticos de dudosa utilidad, tales aumentos en la velocidad revisten escasa importancia emancipadora. Solo en la última década, por ejemplo, hemos visto cómo una enorme cantidad de potencia informática –respaldada, claro está, por procesadores cada vez más potentes– se ha dedicado a la extracción de criptomonedas como Bitcoin. El aumento de la velocidad –la cuestión del «progreso» de la que al tecnocapitalismo le gusta presumir– que sin duda respalda tales «avances» tiene poco valor para la sociedad: la energía que se consume en la resolución de puzzles criptográficos (a fin de cuentas, en esto consiste la «extracción») es solo un precio a pagar por no confiar en el Estado y necesitar algún sistema de contabilidad paralelo y no estatal.

Sin embargo, es muy probable que este no sea el único precio a pagar. Aun así, como en todos los demás casos de desplazamiento de costes por parte de los regímenes capitalistas anteriores, todavía no hemos visto la cuenta. ¿No deberíamos estar haciendo algo para anticiparlo? ¿No deberíamos exigir al tecnocapitalismo la misma transparencia que nos exige a nosotros? Sin duda deberíamos hacerlo. Y es en este espacio de la yuxtaposición especulativa y el correlacionismo crítico donde los esfuerzos de Joana Moll por narrar el auge de los microprocesadores y la disminución de los insectos realizan una importante contribución. Ojalá nos despierte de nuestro letargo y nos lleve a reflexionar no solo sobre el coste del progreso sino sobre otros caminos alternativos que podría tomar. Ser mejores, más rápidos y más eficientes a la hora de hacer que la civilización humana se vuelva obsoleta no cuenta como «progreso», aunque el capitalismo a menudo lo afirme.

Este texto forma parte del catálogo de la instalación «Especies inanimadas» de Joana Moll, que se expone en el CCCB del 1 de marzo al 25 de abril de 2022.

https://lab.cccb.org/es/el-coste-de-la-utopia-digital/