¿Educadores o picapiedras?

Título

¿Educadores o picapiedras?

Descripción

Ensayo

Autor

Ignacio Iturralde

Editor

Mariana Schenone
Tania Gil

Fecha

Mayo 2018

Idioma

Español

¿Educadores o picapiedras?

Ignacio Iturralde
Lic. en Sociología, educador, director de la consultora BMG educativa.


El camino al infierno está empedrado de buenas intenciones. Y el que no estuvo ahí no se lo puede imaginar. ¿O sí?
Quienes enseñamos en escuelas, y sobre todo en el nivel secundario, sabemos que al cierre de cada trimestre “se nos viene la noche”, a veces literalmente. Me refiero a la exigencia del sistema educativo de producir calificaciones académicas a granel, periódicamente, por cada unidad de análisis (cada alumno). Más allá de buenas intenciones o casos aislados de éxito, la evaluación formativa y las herramientas con que se la asocia (simulaciones, rúbricas, auto-evaluación, evaluación de pares, portafolios, aprendizaje por proyectos, etc.) no dejan de ser excepciones ante la abrumadora recurrencia en la evaluación para la certificación, apoyada generalmente en la prueba escrita tradicional. A esta altura y desde la literatura especializada en evaluación se reconoce la insuficiencia diagnóstica y sobre todo el sentido punitivo con que históricamente se administró la prueba escrita. Sin embargo su fuerza y su legitimidad siguen siendo muy contundentes en el imaginario escolar. Desde la gestión directiva y desde el saber pedagógico cotidiano resulta la herramienta que mayor confianza institucional brinda a la hora de determinar para un alumno la promoción de una asignatura, el paso al siguiente curso o -más todavía- la terminación de la escolaridad.
Por ello el cierre de los períodos académicos termina para los docentes, la mayoría de las veces, en el momento más odioso del oficio: el cuello de botella de la corrección de exámenes a destajo. Entre las caracterizaciones que circulan en el folklore me quedo con la imagen de un reo obligado a “picar piedras”, como una práctica sufriente y de escaso sentido pedagógico, con el agravante de que en realidad un reo no tiene libertad para tomar ninguna decisión (pero un educador sí). Las charlas de sala de profesores registran esta frustración y suelen agregarle la envidia de quienes dictamos materias humanísticas o sociales respecto de los colegas de las ciencias exactas, quienes armarían exámenes de respuesta única o bajo un molde de ejercitación mecanicista, de corrección “fácil y veloz”. Ni mencionemos el estado de gracia de los docentes de educación física, acusados como los que “nunca se llevan nada para corregir a la casa”.
Esta situación, además de estresarnos a los adultos, nos aliena de un vínculo pedagógico que haga posible aprendizajes auténticos. Es que la forma tradicional del examen escrito, hasta el clima emocional que suscita una herramienta diseñada por inercia para detectar el error, no refuerza la apropiación del conocimiento ni lo pone en diálogo con la vida ni los desafíos fuera del aula. Por ello, si el aprendiz ya demostró el quantum de conocimientos requeridos para aprobar, al minuto de entregar la prueba, a lo sumo al otro día, se hace borrón y cuenta nueva de lo estudiado.
Pero, ¿podemos los docentes reprocharle algo al estudiante que hace economía de fuerzas, olvida lo aprendido y se concentra en el próximo obstáculo de la maratón de exámenes de cada cierre de trimestre? Vivimos inmersos en la cultura de la certificación, donde se estimula estudiar “para la nota” en lugar de hacerlo para aprender, reflexionar, cambiar prejuicios o posiciones personales al calor de lo nuevo conocido y mucho menos para apreciar y gustar todo este proceso (como si ser, deber ser y placer fuesen autoexcluyentes). Las propias familias suelen ser portadoras de este discurso, a veces inconscientemente, cuando el escollo insalvable en las reuniones con directivos o docentes finalmente es la nota desaprobatoria (y no lo que ella expresaría).
Desde el lado de quienes enseñamos, nos encontramos con la insuficiencia de una cultura escolar que suele premiar el aprendizaje memorístico y la expresión escrita en detrimento de otras competencias como la oralidad, el ensayo y el error, el análisis de casos, el manejo de la incertidumbre, el trabajo en equipo que se plasma una obra compleja (un videominuto, un periódico escolar, un fotorreportaje, etc.), la capacidad de superación personal, entre tantas cuestiones. Asimismo, el ADN de cómo nos evaluaron cuando fuimos alumnos pesa mucho a la hora de decidir nuestras propias prácticas evaluativas. He aquí la paradoja de la tipología de la acción social de Max Weber, que rescata la acción racional con arreglo a fines como el tipo ideal más expresivo de la Modernidad, pero a la vez reconoce la abrumadora recurrencia en la acción tradicional, anclada en la costumbre y en la economía intelectual (si hasta ahora vengo manejándome de esta manera y obtengo buenos resultados, ¿por qué cambiar, por qué arriesgarme?)
Por otro lado, hoy la escuela no está preparada para sostener colectivamente nuevas formas evaluativas que superen la lógica burocrática del presente. Más allá de las carencias en cuanto a formación docente en evaluación, existe un imaginario en el que la prueba escrita es la evidencia fehaciente del buen desempeño, no ya del alumno sino… ¡de la escuela! Me refiero al trabajo artesanal de hacer sobre cada examen papel los señalamientos adecuados en cuanto a errores ortográficos (un círculo, un acento faltante), errores de concepto (una cruz), desarrollos insuficientes o confusos (subrayado, signo de interrogación, notas laterales), etc., mediante los cuales el educador “se cubre” de la protesta que sobreviene inexorablemente a la entrega de las evaluaciones. ¿Qué otra cosa podemos esperar de la transa cotidiana entre participantes y jurado del “Bailando por un sueño”, o de la cultura de la protesta de nuestro fútbol doméstico? ¿No decía Discépolo “el que no llora no mama”?
Por todo ello el examen escrito, que también tiene sus virtudes, muchas veces termina rebajado a una suerte de acta notarial más que a una nueva oportunidad para seguir aprendiendo y probarse el aprendiz a sí mismo. De esta forma el educador y la institución se aseguran que la protesta del alumno, si avanza a una reunión con los padres, o eventualmente si continúa la vía jerárquica con la supervisión, tenga asideros “evidentes” y “objetivos” desde los cuales defender una decisión pedagógica.
Pedro Ravela propone asumir una sana dialéctica entre la evaluación y el entrenamiento, donde el docente pueda correrse del lugar exclusivo de la valoración para asumirse también como un guía, un tutor de estudios, que ofrece feedback permanente al aprendiz, en el horizonte de empoderarlo en un acceso personal y cada vez más sofisticado al conocimiento, como un camino de mejora incremental en una habilidad o desempeño.
Pepe Menéndez puntualiza que la evaluación si solo mira al pasado termina siendo una autopsia, por no contemplar el futuro y el proyecto vital de los alumnos. Esto implica resignar algo del enfoque estático y sumativo de las evaluaciones tradicionales, quizá incluso de exhaustividad, en pos de pensar nuevas herramientas que asuman cierto grado de incertidumbre. El examen escrito tradicional suele ser justamente lo contrario: destrezas o saberes cuajados en un papel, inmutables, que no pueden subsanarse con un diálogo. Por ello Sócrates prefería la oralidad como canal idóneo para compartir ideas y pensar juntos.
En el caso argentino la escuela masiva aseguró primero una identidad nacional para un proyecto de país que promovía la inmigración, apostando por la homogeneidad a expensas de la diversidad. Luego terminó de cuajar culturalmente a través del mito de la movilidad social intergeneracional, mediada por el esfuerzo en el estudio. Actualmente la escuela está sentada en el banquillo del acusado. El rol docente hace rato no es un aspiracional. La escuela ya no detenta el monopolio para el acceso a la información y el saber, a lo que podemos sumar el cuestionamiento por lo anacrónico de sus abordajes pedagógicos.
Queda la incógnita sobre si la sociedad argentina está dispuesta a revisar y reconstruir una alianza familia-escuela en la que, parafraseando a Borges, lo que nos une no es el amor sino la desconfianza. En este contexto parece poco probable que la escuela argentina, deslegitimada y cuestionada, se aventure en la construcción y puesta en función de herramientas de evaluación más proyectuales y cualitativas, que establezcan nuevas métricas para dar cuenta de los aprendizajes que queremos para nuestros alumnos. Por ello la necesidad de retomar el diálogo familia-escuela y de mejorar las condiciones materiales y simbólicas del oficio docente. Si avanzamos por ese camino será posible recuperar legitimidad institucional y pedagógica, para dejar atrás la hegemonía de los exámenes tipo “autopsia del saber”, cargados de esa fuerza inercial que nos lleva al infierno, a estudiantes y educadores, casi sin darnos cuenta, mientras picamos por costumbre las piedras que asfaltan su camino.


Referencias
  1. Narodowski, M. (2016). Un mundo sin adultos. Familia, escuela y medios frente a la desaparición de la autoridad de los mayores. Buenos Aires: Debate.
  2. Ravela, P., Picaroni, B., Loureiro, G. (2017). ¿Cómo Mejorar la Evaluación en el Aula? Reflexiones y propuestas de trabajo para docentes. Montevideo: Grupo Magro Editores.

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