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No saben leer y no hace falta que sepan

La profesión docente no es enseñar sino saber enseñar. No se basa en lo que se enseña sino en la capacidad profesional para conectar el saber con el mundo concreto y puntual de cada alumno.

Días atrás, era entrevistado en uno de los diarios que todavía tienen edición en papel, el responsable del sindicato “Profesores de Secundaria” en Cataluña. La justificación era haber obtenido el segundo puesto en las elecciones sindicales del Departament d´Educació. A pesar de saber que sería una fuente de sufrimiento intelectual leí las dos largas páginas y me brotó rápidamente la necesidad terapéutica de expresar de algún modo lo que sentía, al menos, escribiendo alguna línea.

El titular ya invitaba: “Vienen a la ESO sin saber leer”. Obviamente, dejaba claro que no era tarea suya que terminaran la secundaria dominando la lectura, comprendiendo mejor el mundo de la palabra y con ganas de seguir leyendo en la vida. Una tarea prosaica, para maestros, que no puede devaluar la excelencia de enseñar (no educar) en la secundaria.

El argumento, que, de entrada, más me desquició (viniendo de un profesor de Filosofía muy titulado que, supongo, enseña qué es un sofisma) fue que con todo el rollo de la pedagogía, la didáctica, las competencias, etc., etc., en la escuela lo que ocurría era lo mismo que si a los médicos “les obligaran por decreto a practicar la homeopatía”.

Quedaba muy bien para seducir al profesorado cabreado. Sin embargo, con un mínimo de honestidad intelectual debería haber afirmado que la administración pública lo que hace es evitar que un médico imponga a un paciente la homeopatía. De la misma forma que debe impedir que un profesor olvide el método científico o dicte que el alumnado no tiene más remedio que aguantar sus formas de enseñar.

No sé cuál es el papel que este sindicato profesional (amarillo decíamos antes) quiere otorgar a la administración educativa (que, elegida democráticamente y de forma participativa, debe decidir la política educativa) pero parece que no le atribuye la potestad de impedir desastres educativos. Reiteradamente, venía a decir que en la escuela se debe hacer lo que el profesorado (todo su seguidor) considera adecuado que debe hacerse.

Era curioso cómo defendía que debía aprenderse el teorema de Pitágoras sí o sí, por la simple razón de que había sido descubierto hace dos mil quinientos años. Nada de discutir procedimientos o pensar si tiene alguna lógica vital aunque sea para descubrir cómo funciona la geolocalización. Era razonable su argumentación porque en la siguiente pregunta dejaba claro el error de haber abandonado el BUP y el COU de antes. Claro que, para cargarse el “papanatismo tecnológico” que se impone en la escuela, utilizaba a un autor que no se corta al afirmar que, estructuralmente, el cerebro es analógico y que hacerlo funcionar digitalmente significa estropearlo. Sólo le faltaba añadir: la escuela, la buena escuela, sólo puede ser analógica. Suprimir el tiempo y el espacio o convertir la información en bits es destruir la enseñanza.

No seguiré reproduciendo sus disertaciones por no hacer sufrir a quien ahora lee mis líneas. Podría catalogar todos sus argumentos y los que resume la web de su sindicato dentro de lo perfectamente descrito y definido como la “moda reaccionaria en la educación”. Pero sigo atrapado por un dilema de pensamiento: ¿En qué consiste según estos profesionales el oficio de enseñar? (ni me atrevo a sugerir “educar enseñando”).

¿Podemos realizar alguno de los cambios urgentes que necesita la escuela sin tener que estar continuamente pactando con el pasado?

Es raro porque niegan la esencia de lo que dicen defender: el sentido de la profesión docente. Su enemigo es la pedagogía, la didáctica y, por supuesto, la psicología. Su lógica viene a ser: “Yo he estudiado estructuras lingüísticas; los estudiantes deben saberlas; yo las cuento igual que las aprendí; examino y tengo el poder de aprobar; si suspenden es su culpa y no tiene nada que ver con cómo he enseñado”. Creo, sin ánimo de ofender, que la profesión docente no es enseñar sino saber enseñar. No se basa en lo que se enseña sino en la capacidad profesional para conectar el saber con el mundo concreto y puntual de cada alumno.

Claro que si aceptaran esta argumentación no podrían repetir en las próximas entrevistas que los ricos tienen derecho a un alto nivel de conocimiento y que no es bueno para los pobres “bajar niveles”. Deberían reconocer que una parte de su alumnado primero ha sido dañado por la vida y, seguidamente, herido por la escuela (su escuela) y que su profesión no les da ningún derecho a olvidar que su institución estropea cada curso un tercio de cada generación y ellos y ellas son parte del problema.

Todo podría quedar en un debate pedagógico para las redes, sin embargo, el sindicato “Profesores de Secundaria” obtuvo más de seis mil votos (probablemente más de uno de cada tres profesionales). Puedo entender que la desesperación escolar, el malestar docente incrementado por una administración ineficiente que no cree en la educación, por las crisis pandémicas y por los desconciertos educativos de una sociedad aceleradamente cambiante, mestiza e injusta, generen rabia y contestación. Pero, ¿podemos hacer alguno de los cambios urgentes que necesita la escuela sin tener que estar pactando continuamente con el pasado?

Menos mal que los mismos días de la entrevista que ha provocado este escrito leía otro sobre un instituto maravilloso: el IES Trinitat Nova. Joan Artigal, alma de la larga experiencia de transformación decía: “No se trata de una escuela abierta al barrio, sino de un equipamiento educativo comunitario en el que hay una escuela”. Estoy convencido de que el resto de profesionales que no votaron ni votarán a este sindicato construyen cada día otra escuela o, si no quieren tener problemas semánticos, otro instituto que conecta vidas con el saber.

 

 

https://eldiariodelaeducacion.com/2023/05/09/no-saben-leer-y-no-hace-falta-que-sepan/