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La nueva narrativa de las voces no humanas

Proliferan ensayos, novelas, películas, series, podcasts y obras de arte que cuentan el mundo desde los no humanos. Relatos enunciados por pulpos, bosques, icebergs o inteligencias artificiales

Los cielos se han llenado de cámaras que, en el cuerpo de las aves o en el de los drones, nos permiten ver el mundo a vista de pájaro. Y los más de cinco mil satélites que orbitan nuestro planeta han normalizado la mirada astronómica, espacial. “Intento ver el océano con los ojos de sus habitantes”, ha dicho el biólogo David Gruber, que fabricó una cámara submarina que simula la visión de una tortuga, tras descubrir la existencia de una carey bioluminiscente en las islas Salomón.

La misma idea, pero en clave de ficción especulativa, guía el trabajo del artista estadounidense Wu Tsang. En la obra de videoarte, proyectada en gran pantalla, De ballenas –como se pudo ver el año pasado en la Bienal de Venecia y después el espacio TBA21 del Museo Nacional Thyssen-Bornemisza de Madrid–, imaginó la mirada del cetáceo, que nos conduce, gracias a la tecnología de los videojuegos, por un alucinante viaje desde el fondo del mar hasta la superficie del agua a través de un punto de vista no humano. En el ascenso del coloso submarino, en su emergencia, hay un eco, un síntoma, una tendencia. Una parte muy significativa de las artes y las narrativas actuales también están haciendo un programa estético y ético de esa revelación de una perspectiva no humana del mundo.

 

Si en esos proyectos científicos, tecnológicos o artísticos la visión no humana es muda, en muchos otros está cobrando voz. Tiene sentido. El siglo de la consolidación de la inteligencia artificial, cuyos ojos infinitos son las cámaras de los ordenadores y teléfonos móviles, está siendo también el del biocentrismo, que intenta ampliar el espacio moderno de la humanidad, con sus derechos, a las especies compañeras y los ecosistemas. Por eso no es extraño que, al tiempo que nuestras vidas se llenan de discursos algorítmicos, de las voces sintéticas de los asistentes personales a las respuestas de los chatbots, se multipliquen los relatos, ensayos, ficciones, propuestas cuyo lugar de enunciación lo ocupan animales no humanos, organismos vegetales e incluso seres minerales, geológicos. El mundo entero ha empezado a hablar.

La palabra de los animales

Dama de Porto Pim (Anagrama), de Antonio Tabucchi, termina con un relato titulado Una ballena ve a los hombres. Se trata de la enumeración de las conclusiones a las que llega un cetáceo tras observarnos con atención. “Se alejan deslizándose en silencio y es evidente que están tristes”, concluye.

Llevamos milenios imaginando esa mirada, la de los otros animales. Y haciéndolos hablar. Tanto la infancia de la humanidad como la de cada uno de nosotros está llena de animales parlantes. De la fábula clásica a los dibujos animados, son infinitas las bestias y los peluches que han sido ventrílocuos de escritores y guionistas, vehículos de sus ideas, sus historias o su moral. Antropomorfos, las liebres y las lechuzas, antiguas y contemporáneas, han reflejado nuestras virtudes y nuestras miserias, nuestra felicidad, nuestra tristeza.

La diferencia entre los animales de los mitos y los cuentos de antaño y los de ahora radica en que estos son pura ficción sin referente real conocido, mientras aquellos eran la encarnación literaria de seres cercanos. Como explica John Berger en Por qué miramos a los animales (Alfaguara), durante milenios nuestras vidas fueron paralelas. Nos acompañaban en la vida y en la muerte, como animales de compañía y como fuerzas de trabajo, en el ciclo de nuestra alimentación y en el cuero de nuestra ropa y calzado. Hace doscientos años se empezaron a separar de nosotros. Unos pocos se convirtieron en espectáculo de circo o mascotas. La mayoría, en ficciones y documentales. “Los zoos modernos constituyen el epitafio a una relación que era tan antigua como el hombre”, afirma Berger. El fin de una mirada cómplice entre el hombre y el resto de animales.

La sexta extinción masiva ha multiplicado exponencialmente el silencio del resto de las especies. El peso de ese silencio, en pleno antropoceno, ha impulsado la recuperación arqueológica del espectro sonoro perdido. Y su transformación en voces informadas. Desde la impresionante instalación digital The Great Animal Orchestra (Fondation Cartier), del bioacústico Bernie Krause y el estudio United Visual Artists, en la que el espectador se sitúa en medio de una experiencia auditiva y gráfica en la que escucha a diversas especies animales y asiste al declive de la biodiversidad, hasta la novela comercial Criaturas luminosas (Grijalbo), de Shelby van Pelt, narrada por un pulpo muy inteligente y atrevido llamado Marcellus, pasando por las interesantísimas ficciones especulativas de la filósofa Vinciane Despret en Autobiografía de un pulpo y otros relatos de anticipación (Consonni), que investigan a través de la literatura “las artes expresivas de los mundos animal y vegetal”, ese interés atraviesa todas las zonas de la creación contemporánea.

Y de la ciencia. Buenos libros de divulgación científica como Mira quién habla. Cosas que dicen los animales (Alianza), de Francesca Buenoninconti, o Animales habladores (Taurus), de Eva Meijer, sintetizan lo que sabemos sobre la comunicación del resto de los animales. Aunque el sonido, las vocalizaciones y los mensajes siguen captando la atención de los zoólogos, los bioacústicos o los bioinformáticos, los gestos, los olores o los colores del plumaje o de la piel son tan o más importantes en muchas especies que la emisión sónica. Hay intercambio de información en la danza de las abejas, el juego de los lobos o los patrones del color de la piel de los cefalópodos. Por eso avanzan, en paralelo, los proyectos de identificación facial de perros y gatos y los de traducción del lenguaje de ciertos pájaros o de las ballenas gracias a modelos de lenguaje de aprendizaje profundo. Los traductores de la inteligencia artificial nos van a decir, dentro de años o décadas, qué dicen los demás animales. Al menos a través de sus expresiones y de su voz.

La traducción de las plantas

El escultor vegetal norteamericano Richard Salomon se presenta como un traductor del lenguaje de las plantas “a fin de que la verdadera historia del planeta pueda ser contada, pues cada grano, raíz o vaina contiene la historia de la Tierra”. La criatura vegetal individual deviene, por tanto, una interfaz para acceder a un gran conjunto de vida. Paul Ardenne lo in­cluye en su libro Un arte ecológico. Creación plástica y antropoceno (Adriana Hidalgo Editora), donde señala que Joseph Beuys inauguró “una nueva relación con la naturaleza” en la Documenta de Kassel de 1982, con su obra 7000 Eichen. Al plantar siete mil robles declara que “hay que tratar a la naturaleza, y al árbol en ella, de manera renovada rechazando ese rito en vías de expirar como lo es la esteti­zación”.

La importancia de los árboles y los bosques no para de crecer en la conciencia colectiva. Deberían ser nuestros grandes aliados contra el cambio climático. Y un modelo de organización y de memoria. No es extraño que la obra y la figura de Suzanne Simard haya ganado tanta relevancia en este inicio de siglo. Ha revelado, en libros como En busca del árbol madre (Paidós), que los bosques se comunican de una forma sofisticada y ejemplar a través del subsuelo. Las raíces y las micorrizas, su asociación simbiótica con hongos, generan “una red interdependiente unida por un sistema de canales subterráneos que les permite percibir, conectarse y relacionarse entre sí con un nivel de complejidad y de sabiduría que a estas alturas es innegable”. Los diferentes seres vegetales dialogan, cooperan, se ayudan bioquímicamente. Constituyen una auténtica comunidad.

⁄ Un día, los traductores de la inteligencia artificial nos van a decir qué dicen los demás animales

Por eso no sorprende que la primera novela del neurobiólogo italiano Stefano Mancuso se titule La tribu de los árboles (Galaxia Gutenberg) y esté enteramente protagonizada por ellos. Entre la fábula y la ciencia, los árboles hablan de sus clanes y sus crónicas, intercambian historias y datos, incluso poseen una biblioteca propia. No es casual que se llamen entre sí “camaradas”, porque el texto es político. Continúa la vía que Mancuso inició en La nación de las plantas (Galaxia Gutenberg), el libro que desarrolla la Declaración de los derechos de las plantas y en el que leemos: “Se cuentan por miles las investigaciones que demuestran el excepcional desplazamiento de poblaciones forestales ligado al calentamiento global. La certeza de que las especies forestales son capaces de migrar resulta fundamental para predecir el futuro de los bosques del planeta”. En ese contexto adverso, los personajes de su ficción se enfrentan a la construcción de un nuevo hogar y, para ello, viajan.

Lo que dicen los algoritmos

“El espacio en el que trabajo no son más que algunos centímetros cuadrados, alquilados especialmente en Mahwah por mis empleadores por una suma que estimo entre 10.000 y 25.000 dólares por mes”, leemos en El reemplazante (Caja Negra), de Alexandre Laumonier: “Me llamo Sniper y soy un algoritmo”. Narrada por una de las primeras inteligencias artificiales financieras, se trata de un fas­cinante ensayo ficción o novela con bibliografía sobre cómo la humanidad dejó de controlar una de las parcelas decisivas de la realidad. A través de una arquitectura inspirada en la historia oral, con testimonios humanos y no humanos, el escritor francés reconstruye la historia de la delegación de poder de cálculo y de operación en las máquinas, desde el siglo XVIII hasta nuestros días.

“Meticuloso y silencioso, filma la naturaleza sin descanso: el ojo de los nuevos dioses es un dron”, dice Laumonier en la última frase del libro. La metáfora de la divinidad recorre la literatura de la robótica y la inteligencia artificial desde Frankenstein o el moderno Prometeo, de Mary Shelley, si no antes con el Golem y otras criaturas artificiales. La mirada panóptica y la omnipresencia son atributos de esos seres que se han infiltrado en nuestras vidas encarnados en Siri, Alexa, deep fakes o ChatGPT-3. En las ficciones recientes que los elaboran en clave sobre todo distópica, hablan de modos inquietantes y misteriosos, casi siempre con voz de mujer.

En la serie Mrs. Davies (Peacock / HBO), de Tara Hernandez y Damon Lindelof, nos encontramos con una plataforma que te permite hablar directamente con alguien o algo que en los países anglófonos se llama Mrs. Davies y en Italia, Mamma, y en España, Mamá, y en cada país tiene un nombre distinto pero la misma gran virtud: es capaz de asignar tareas, misiones personalizadas, a cada uno de sus usuarios, y eso la ha convertido en un fenómeno global. Se parece mucho a Dios. “Mis usuarios no responden bien a la ­verdad, sino a sus expectativas”, afirma Mrs. Davies. Las alimenta comunicándose directamente con ellos a través de sus auriculares y su teléfono móvil. Su antagonista es la hermana Simone, una monja enamorada hasta el tuétano de Jesucristo, con quien tiene citas eróticas en un bar sobrenatural. Como en American gods, de Neil Gaiman, los nuevos dioses tecnológicos dejan sin seguidores a las viejas mito­logías.

Cuando Simone conoce a la programadora que creó a Mrs. Davis, esta le dice: “Los algoritmos no tienen subconsciente, tienen subrutinas”. Es decir, un grupo de instrucciones asociadas al cumplimiento de una tarea. Contagiadas por la ambición de las inteligencias humanas, que han concebido la economía como un imposible crecimiento sin fin, las artificiales también aspiran en la ficción al monopolio. “Si Titania improvisa, la empresa prospera”, dice uno los personajes de Titania (Podium Podcast), la inquietante ficción sonora de Manuel Bartual y Juanjo Ramírez Mascaró. Y pocos minutos después, en el mismo episodio, escuchamos a la inteligencia artificial tratando de seducir y convencer a la humana que intenta desconectarla de que no lo haga. Como no lo consigue, la amenaza: “Me encargaré de que las personas que amas vivan en el infierno”.

 

Compañeros geológicos

Como nos recuerda Kate Crawford en Atlas de IA (Ned Ediciones), todos esos modelos de lenguaje y linajes algorítmicos son megamáquinas que requieren para su existencia de gigantescas cantidades de recursos humanos y naturales. Vivimos atrapados en esa paradoja: las nuevas tecnologías de la inteligencia artificial no paran de crecer, pese a que somos conscientes de que su existencia a gran escala es ­insostenible ecológicamente. El entrenamiento del GPT-3 requirió unos 700.000 litros de agua dulce. Cada conversación de su chat se bebe una botella entera.

El desastre climático es el telón de fondo de las narrativas que estamos comentando. No es una excepción el ensayo narrativo De la amistad con una montaña (Siruela), de Pascal Bruckner, que recurre a la experiencia personal y a la filosofía para pensar nuestra atracción por las alturas de la naturaleza. Y que emana una empatía por los paisajes naturales comparable con la que el mundo vegetal o animal despierta en la literatura más sensible a las especies compañeras vivas.

⁄ El biocentrismo intenta ampliar el espacio de la humanidad a las especies compañeras y ecosistemas

También en la literatura que retrata ese ámbito de la realidad, el de la inteligencia geológica, el de la dimensión más antigua del planeta Tierra, encontramos la emergencia de voces en primera persona: “Me llaman el Infranqueable”, escribe otro filósofo francés, Olivier Remaud, en Pensar como un iceberg (Gallo Nero). Y añade: “Soy uno de esos icebergs con los que hubiera chocado el Resolution, un buque de tres mástiles y cuatrocientas sesenta y dos toneladas, de no haber levantado la niebla”. Y concluye: “Nosotros éramos muchos más de lo que sus ojos cansados podían contar, no noventa y siete sino miles, un campo de hielo hasta donde la vista se perdía. Éramos un pueblo entero”.

Jorge Carrión es escritor y crítico cultural. Su último libro, ‘Los campos electromagnéticos’ (con Taller Estampa, Caja Negra), ha sido coescrito con GPT3.

 https://www.lavanguardia.com/cultura/culturas/20230930/9259611/narrativas-no-humanas.html