No es ciencia ficción: las computadoras del futuro se construirán con organoides cerebrales
En plena efervescencia de la inteligencia artificial y el ChatGPT, científicos proponen explorar las posibilidades de un hardware biológico a partir de células vivas
En plena efervescencia de la inteligencia artificial, el ChatGPT y el desenfreno por construir megacomputadoras, los científicos creen seriamente que para realizar la verdadera revolución informática será necesario regresar a las fuentes. En otras palabras, la solución debe venir del cerebro. Para salir del actual vendaval de sofisticación tecnológica, un equipo investigador de la Johns Hopkins University (JHU) propuso un enfoque radicalmente diferente: en lugar de desarrollar algoritmos que imitan el funcionamiento de las neuronas humanas, prefirió explorar las posibilidades de un hardware biológico a partir de células vivas. El objetivo de ese ambicioso proyecto consiste en reemplazar los circuitos integrados de silicio –material de base de las computadoras– por organoides cerebrales. “Aún estamos lejos de poder ir a un negocio de informática a comprar una biocomputadora”, admiten la doctora Lena Smirnova y el profesor Thomas Hartung, responsables del equipo pluridisciplinario de la JHU. A pesar de las dificultades que plantea el proyecto, conservan intactas las esperanzas, conscientes de que, tanto en biología como en investigación electrónica, nada es fácil y los resultados son raramente inmediatos.
Los especialistas prevén que aún necesitan varios decenios para desarrollar un sistema híbrido de explotación que pueda competir con el cerebro de una rata. Pero la producción masiva de organoides y la posibilidad de entrenarlos con inteligencias artificiales “clásicas”, autorizan a pensar que a largo plazo –hacia 2050– aparecerán los primeros modelos de biocomputadoras, que serán superiores al material informático actual, tanto en velocidad como en potencia, eficacia y capacidad de almacenamiento de datos.
Los capitales comenzarán a fluir masivamente cuando los industriales comprendan que la electrónica tradicional llegó a su límite, como preveía Gordon Moore, que acaba de morir. Una de las leyes empíricas que definió a partir de 1965 postulaba que la cantidad de transistores de un microprocesador se duplicaría cada dos años gracias a una reducción de costos y a la evolución de la tecnología. Pero a partir de 2010, esa escalada tropezó con una barrera infranqueable que puso límites a la expansión infinita de los semiconductores: la imposibilidad de crear transistores más pequeños que las dimensiones de un átomo. Por su complejidad tecnológica y voracidad energética, las computadoras cuánticas no pueden asegurar el reemplazo. Fue en medio de esa encrucijada que algunos investigadores decidieron acudir a la biología para sustituir al silicio.
“Las biocomputadoras del futuro reemplazarán los circuitos integrados por agregados o masas de células cultivadas en matrices tridimensionales (3D) específicas, capaces de reproducir órganos simplificados que conservan algunas de las funciones fisiológicas de sus modelos originales. Combinados con diversos tipos de células, esos órganos funcionales en miniatura –casi microscópicos– interactúan como en un verdadero cerebro y pueden replicar la actividad del órgano”, explica la doctora Paola Arlotta, de la Universidad de Harvard, en Boston (Estados Unidos).
Desde el punto de vista biológico, el método desarrollado a partir de 2010 por el británico John Gurdon y el japonés Shinya Yamanaka, que recibieron el Nobel de Medicina en 2012, se convirtió ahora en una técnica habitual para crear organoides de intestinos, hígado, riñones, páncreas, pulmones, cerebro e incluso del corazón. (El argentino Juan Carlos Chachques, coinventor del corazón artificial con el profesor Alain Carpentier, trabaja desde hace tiempo en diversos modelos de organoides cardíacos del tamaño de un grano de arroz). Hasta ahora, los científicos no lograron que esos microorganismos alcancen el nivel de complejidad de un verdadero cerebro, por lo cual resulta imposible recrear todas sus funcionalidades. Estimulando células pluripotentes para transformarlas en células nerviosas, Thomas Hartung desarrolló minicerebros –que algunos prefieren llamar cerebroides– de 350 micrómetros de diámetro (un tercio de milímetro), desprovistos de flujo sanguíneo. Esos elementos provienen necesariamente del exterior y no llegan al núcleo de la masa celular. Su sobrevida está basada en principios de biología celular, con matrices 3D en hidrogel y medios nutritivos de cultivos celulares.
Cultivados en 3 dimensiones, poseen volumen y una densidad de células mil veces superior a los cultivos planos de laboratorio. Esas características permiten que las neuronas establezcan un número de conexiones mucho más elevado, propiedad esencial cuando se trata de integrar “circuitos biológicos”. A pesar de su reducido tamaño, cada organoide contiene 50.000 células, equivalentes al volumen del sistema nervioso de la mosca de la fruta.
Por el momento, los científicos confiesan su escaso conocimiento sobre esos microorganismos: “Estamos recién al comienzo de la aventura. Los cerebroides tienen apenas 10 años de existencia”, asegura el investigador Frank Yates, de la Comisión de Energía Atómica (CEA) de Francia. En ese decenio, sin embargo, el interés científico se multiplicó sin llegar a constituir un fenómeno: en el motor de búsqueda científico PubMed, la ocurrencia de la expresión “human brain organoids” pasó de 2 en 2013 a 429 en 2022. Pese a sus progresos limitados, el carácter delicado del tema suscitó numerosas advertencias éticas: “Debemos tener extrema prudencia en no humanizar a los cerebroides”, advierte el profesor Jürgen Knoblich, director adjunto del Instituto de Biología Molecular de la Academia Austríaca de Ciencias.
Alentado por los progresos obtenidos en sus investigaciones, el equipo que dirigen Hartung y Smirnova está convencido de estar explorando un nuevo campo disciplinario que han bautizado inteligencia organoica [organoid intelligence (OI)].
Como en principio los organoides cerebrales tienen todas las condiciones para actuar como componentes informáticos –pues permiten replicar los aspectos del aprendizaje y de la memoria, y otras funciones esenciales del proceso de cognición–, los científicos esperan concebir rápidamente interfaces complejas en redes que podrían ser conectadas a captores y periféricos, e incluso hacerlos trabajar en conjunto. Las experiencias realizadas desde 2020 en la Universidad de Padua (Italia) demostraron que las computadoras pueden captar señales emitidas por neuronas humanas o de ratas dotadas con electrodos. La transmisión por internet se realiza a través de un memristor, que modula el impulso eléctrico e imita la función de una sinapsis.
Por el momento, los organoides cerebrales son 3 millones de veces más pequeños que un cerebro humano, teóricamente equivalente a 800 MB de almacenamiento de información. Ese recurso permitiría resolver el dilema del consumo energético. Una ventaja no desdeñable de este nuevo sistema híbrido biológico-computacional es la reducción de la generación de temperaturas elevadas por la inteligencia artificial, situación que plantea desafíos tecnológicos difíciles de controlar. Para reproducir la capacidad de almacenamiento de un cerebro humano, estimada en 2500 terabytes, sería necesario utilizar 34 centrales de carbón de 500 MW para alimentar los data centers correspondientes. El cerebro, en cambio, solo precisa 1600 kilovatios de energía, equivalente al 20% del consumo total de un organismo alimentado con una dieta diaria de 2400 kilocalorías.
Como se ve, el salto tecnológico no es imposible. Solo faltan años y dinero.
Especialista en inteligencia económica y periodista